La despolitización del concepto de empoderamiento de las mujeres en la práctica del desarrollo
Almudena Villarino Martínez
Escuela de Gobierno, Universidad Complutense de Madrid
Durante las últimas décadas hemos asistido a la generalización de la idea de empoderamiento, convertida ya en una palabra de moda. Utilizada por ONG’s, instituciones públicas y privadas, gobiernos y agencias de desarrollo, la noción de empoderamiento ha permeado en los imaginarios sociales con la misma fuerza con la que ha perdido su orientación transformadora (Calvés, 2009; Cornwall, 2016; Cronin-Furman, Gowrinathan, and Zakaria, 2017; Rowlands, 1998; Wilson, 2015; Zabala, 2010).
Actualmente se tiende a pensar que todo es empoderarse, desde participar en un taller de costura hasta ocupar un escaño en el parlamento (Cronin-Furman et al., 2017). Resulta paradójico como un término con vocación colectiva y política se haya convertido en la bandera del individualismo y la realización personal (Wilson, 2015). Y es que la elasticidad de esta categoría ha permitido que se adapte a los intereses de quienes la promueven en el marco de un desarrollo desigual. De esta forma se ha producido un desplazamiento de los márgenes al centro, de lo político a lo económico y de lo colectivo a lo individual. Esta reflexión se propone hacer una revisión de la evolución de dicho término con el fin de identificar las formas en que éste se ha ido instrumentalizando y, en consecuencia, despolitizando.
El concepto empoderamiento hace referencia al proceso mediante el cual personas y grupos desfavorecidos adquieren poder para cambiar su condición de exclusión. La categoría empoderamiento aparece en 1976 en la publicación Black Empowerment: Social Work in Oppressed Communities de Barbara Salomon, quien invitaba a la población afroamericana a retomar su esencia de comunidad para hacer frente a las opresiones raciales. Este enfoque orientó la intervención social con poblaciones pobres y/o marginalizadas durante décadas en Estados Unidos (Calvés, 2009). Por otro lado, las reflexiones sobre el empoderamiento encuentran una base teórica en el movimiento de Educación Popular en América Latina que promovía la construcción de una “conciencia crítica” en las personas y grupos a través de una pedagogía liberadora (Freire, 1970). El empoderamiento es por tanto un concepto construido desde los márgenes del poder, es un contrapoder que emana desde los grupos discriminados e interiorizados por un poder excluyente ejercido desde arriba.
El impulso y expansión de este concepto se produjo desde las luchas feministas por incorporar las cuestiones género en las políticas de desarrollo. En 1984 una red de investigadoras y activistas feministas del Sur Global, Development Alternatives with Women for the New Era (DAWN), se reúne en Bangalore para analizar las crisis producidas en nombre del desarrollo. Planteaban la existencia de una crisis sistémica[1] y multidimensional que implicaba importantes desafíos para las mujeres, a la vez que cuestionaban el escaso impacto de las estrategias de integración de las mujeres que se venían aplicando desde el proyecto desarrollista (Gita and Brown, 1987). El enfoque de Mujeres en Desarrollo (MED) implementado desde los años 70 y centrado en la integración de las mujeres en la economía, resultaba insuficiente para enfrentar las múltiples desigualdades. Este cuestionamiento llevó a DAWN a elaborar la primera teorización feminista sobre el empoderamiento que presentarían en la Conferencia internacional de Nairobi de 1985.
DAWN concibe el empoderamiento como un proceso social de abajo a arriba, individual y colectivo, en el que las mujeres desde sus experiencias cotidianas toman conciencia a través de las organizaciones, sobre las relaciones de poder patriarcales y las desigualdades, con el fin de desafiarlas mediante la movilización y la incidencia políticas. Esta idea de empoderamiento se dirige hacia una transformación de todas las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales que perpetúan las desigualdades. Para ello destacan el necesario protagonismo de las mujeres pobres organizadas en redes de base y subrayan la necesidad de integrar las opresiones que experimentan las mujeres por el género, la raza, la clase y la herencia colonial (Gita and Brown, 1987). Como señala Parpart (1993) estos eran elementos ignorados desde el enfoque MED, pues las personas planificadoras de las intervenciones estaban más centradas en modernizar a las mujeres del Tercer Mundo, que en comprender sus experiencias vitales.
Desde entonces son numerosas las aportaciones feministas en torno a la teoría y práctica del empoderamiento (Kabeer, 1994; 1997; Moser, 1995; Rowlands, 1998). Acceso y control de recursos, capacidades, toma de decisiones o agencia son algunas de las categorías asociadas al dicho proceso. Desde una visión más pragmática, Molyneux (1985) señala la importancia de atender las “necesidades prácticas”, relativas a las condiciones materiales y de supervivencia, y los “intereses estratégicos” que hacen referencia a la posición social de las mujeres. Asimismo, la idea de poder se construye desde el rechazo a la visión de “poder sobre”, y se redefine en una triple dimensión. El “poder desde” o poder interno, hace referencia a la toma de conciencia sobre la subordinación de las mujeres en las estructuras de poder. El “poder con” alude a esa capacidad de organización a través de redes de base. Y el “poder para” se define como la capacidad de movilización e incidencia política para realizar cambios en las estructuras de desigualdad (Cornwall, 2016; Murguialday, 2013). El poder en estas tres formas se alcanza y ejerce de forma eminentemente colectiva, por lo que Batliwala (1993) insiste en que el primer paso es la participación en la reflexión colectiva y contextualizada sobre las opresiones a las que se enfrentan las mujeres. Este repensar colectivo genera la indignación por las injusticias e impulsa la acción política (Cornwall, 2016).
La adopción e institucionalización del empoderamiento en las altas esferas internacionales se produjo tras la Conferencia de Beijing (1995) donde se sistematizó como una estrategia en el marco de un nuevo enfoque de Género en Desarrollo (GED). Este enfoque plantea las relaciones de género como base para entender las desigualdades, realizando un cuestionamiento de la división sexual trabajo y de las estructuras de explotación patriarcales. La consolidación del enfoque GED, que venía acompañado del paradigma del Desarrollo Humano y el enfoque de capacidades, supuso el mayor avance hasta la fecha en materia de género en el desarrollo. Sin embargo, el modelo de desarrollo en el que insertaba GED y la estrategia de empoderamiento está fundado en lógicas de poder capitalistas, racistas y colonialistas que reproducen y perpetúan la hegemonía blanca occidental (White, 2006; Wilson, 2015).
Desde estas lógicas, a medida que el empoderamiento comienza a ganar espacio en las agendas, su contenido original empieza a diluirse Se habla de “cooptación” del concepto de empoderamiento. Calvés (2008) señala como el Banco Mundial ofreció tres definiciones diferentes en cuestión de cinco años, todas ellas asociadas a la reducción de la pobreza y desvinculadas de la lucha feminista. Esta retórica del empoderamiento se concentra en las personas pobres, consideradas como sujetos productivos al servicio de la acumulación capitalista, mientras elimina la idea de las mujeres como sujetos políticos. La práctica sigue la misma línea y parece ser una continuación de la visión utilitarista de las mujeres propia del enfoque MED. De hecho, la lógica de arriba hacia abajo propia de las intervenciones es contraria a la idea de empoderamiento (Rowlands, 1998). Al fin y al cabo, el objetivo no es empoderar a las mujeres para la transformación social si no para el incremento de la productividad a escala global, y esta lógica neoliberal se hace explícita en programas como Gender equality as Smart Economics (Banco Mundial, 2006; Wilson, 2015).
De esta forma, el empoderamiento se instrumentaliza y se concibe como algo que se puede dar de arriba hacia abajo, del Norte hacia el Sur, de las agencias de desarrollo a las mujeres rurales. Se convierte en un mecanismo de imposición. Los programas de microcréditos o de cooperativas para la producción son ejemplos de ello y reflejan también esa tendencia a centrarse únicamente en la mejora de la situación económica bajo un enfoque individualista (Zabala, 2010). El acceso al crédito, a la propiedad, a los recursos productivos, a los medios de vida y, por tanto, la acomodación de las mujeres al sistema global capitalista, se convierten así en formas de empoderamiento. Estas intervenciones no sólo no contribuyen a cuestionar las relaciones de poder, sino que desactivan los espacios para la acción política colectiva.
La práctica del empoderamiento también está ligada a una idea romantizada de participación y de comunidad, que elude la existencia de relaciones de poder internas y que genera una tendencia a asumir que la mera presencia de las mujeres en una actividad implica su empoderamiento (Calvés, 2009; Murguialday, 2013; Wilson, 2015). Además, esa idea de participación está estrechamente vinculada a la responsabilidad individual, que contribuye a transferir a las mujeres pobres el trabajo de “empoderarse” para sobrevivir dentro de un contexto neoliberal que sistemáticamente les priva de los servicios y derechos básicos (Rowlands, 1998; Zabala, 2010).
Por otro lado, el empoderamiento se inscribe en una lógica colonialista “de rescate” de las mujeres del Sur Global, consideradas como un conjunto monolítico, atrasado e incapaz de generar conocimiento (Mohanty, 2003). Esta no es sino la continuación de la misión civilizatoria basada en la percepción negativa de esa “otra” ignorante y desempoderada (Spivak, 1988). Desde las ideas de progreso y modernización, las feministas occidentales se constituyen, así como las “salvadoras” de las mujeres oprimidas por sus tradiciones. La tendencia es imponer verdades absolutas sobre las opresiones de las mujeres y dar recetas sobre cómo empoderarse. Las relaciones de poder entre mujeres y hombres se perciben como el principal eje de desigualdad localizado primeramente en el hogar y el trabajo reproductivo. Estas presunciones no sólo ignoran las opresiones que atraviesan las mujeres por su raza o herencia colonial, sino también el hecho de que para los feminismos negros el hogar y la maternidad son en sí mismos fuentes de empoderamiento (Nnaemeka y Ngozi, 2005, White, 2006).
Desde esta lógica de salvación se promueven programas educativos diseñados desde unos parámetros occidentales que imponen un conocimiento único e incuestionable (Nnaemeka y Ngozi, 2005; Veralei, 2010). Dichos programas, definidos como “pedagogías de acomodación” (Mohanty, 2003) anulan la existencia de otros conocimientos y formas de organización y de ejercicio del poder, amenazando así la dimensión cultural en su conjunto. La relación intrínseca entre el saber y el poder se observa, por ejemplo, en los sistemas de pensamiento indígenas africanos, que confieren a las mujeres amplios conocimientos en cuestiones de salud reproductiva, medicina, tratamiento de enfermedades, agricultura, ganadería, técnicas de cultivos, conservación de semillas, procesamiento de alimentos, clima y meteorología, arte, etc. Estos conocimientos son una forma poder y autogobierno que dotan a las mujeres de la capacidad para resolver sus necesidades prácticas y negociar sus intereses. El problema para ellas es la irrupción de un sistema colonial, modernizador y desarrollista que impone la técnica y el conocimiento verdaderos. En este sentido, las intervenciones en materia agroalimentaria, de salud y educación, desde un enfoque individualista de derechos, contribuyen al desempoderamiento de las mujeres, a la destrucción de las culturas y de la naturaleza (Nnaemeka y Ngozi, 2005; Veralei, 2010).
En conclusión, la ambigüedad conceptual, la excesiva concentración en la esfera individual y económica, así como la falta de atención a la cuestión cultural y a la acción colectiva, son algunos de los elementos que contribuyen a vaciar de significado político la noción de empoderamiento. Además, su implementación desde dichas lógicas imperialistas ha permitido, por un lado, legitimar la imposición de políticas que benefician al poder global y capitalista, y, por otro lado, silenciar la diversidad de formas de conocimiento y organización que tienen mucho que aportar a los procesos de desarrollo y empoderamiento (Nnaemeka, 1996). Si se quiere avanzar hacia la propuesta de DAWN, que pretendía subvertir las estructuras de poder patriarcales, capitalistas, racistas y colonialistas, se hace necesario redefinir dichos procesos, truncados por el incesante esfuerzo en “occidentalizar” y recolonizar las mentes y los cuerpos de la periferia. Si bien se han realizado muchos avances en cuestiones de acceso y control de recursos materiales y productivos, uno de los desafíos que persisten es el control de los recursos ideológicos (Batliwala, 1993; Mohanty, 2003; Nnaemeka, 1996; Nnaemeka y Ngozi, 2005).
En consecuencia, las mujeres del Sur Global se enfrentan a una batalla retórica sobre el significado de empoderarse, donde el lenguaje se convierte en lo que hooks (1989) denomina como un “espacio de resistencia”. En esta línea Hill Collins (1990) plantea la necesidad de autodefinirse, reconceptualizar la opresión en términos de interseccionalidad y articular las formas propias de conocimiento y empoderamiento. Para trasladar la heterogeneidad de voces, experiencias e imaginarios sobre el empoderamiento al nivel de las políticas de desarrollo, se hace necesario alejarse de las lógicas dominantes. La apertura de un diálogo horizontal e inclusivo entre los feminismos del Norte y del Sur permitirá tender puentes entre lo local y lo global y esbozar una senda común hacia la transformación social (Murguialday, 2013; Zabala, 2010).
Bibliografía
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[1] La crisis sistémica hace referencia al conjunto de crisis: alimentaria, energética, crisis del agua, crisis de la deuda, militarización, violencia y crisis cultural acaecidas entre los años 70 y 80 del pasado siglo. Sus impactos sobre las mujeres del Sur Global son analizados en el documento Development, Crisis and Alternative Visions: Third World Women’s perspectives (Gita and Brown, 1987).