Críticas al modelo de desarrollo desde los movimientos feministas africanos
Almudena Villarino Martínez
Escuela de Gobierno, Universidad Complutense de Madrid
La idea de desarrollo hace referencia a un conjunto de teorías y prácticas surgidas en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial e impuestas a nivel global. Progreso, democracia, modernización, crecimiento económico y bienestar son algunos de los conceptos, todos ellos de cosecha occidental, asociados a los procesos de desarrollo. Lejos de las bondades y promesas que promueve, el desarrollo lleva implícita la presencia del subdesarrollo y, por tanto, la construcción de la diferencia, de un nosotros y un “otro” subdesarrollado. En este sentido, la teoría y práctica del desarrollo se asienta sobre las relaciones de poder Norte-Sur, unas relaciones que en el caso del África negra ahondan sus raíces en los sistemas de dominación impuestos a lo largo de los últimos 500 años.
Más allá de las corrientes teóricas o el conjunto de prácticas, Rist (2002) concibe el desarrollo como un elemento clave de la religión moderna, una creencia occidental que se instala como necesidad y remedio universal. Como toda creencia, la necesidad de desarrollarse se transmite a través de las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales. La colonialidad y el imperialismo cultural han jugado un papel esencial como mecanismos de transferencia de cultura y desarrollo del centro a la periferia (Ogundipe-Leslie, 1994; Nnaemeka, 1996; Steady, 2005). Tanto la producción del conocimiento como su transferencia a las regiones del Sur Global se realizan bajo el presupuesto de que sólo las ideas y experiencias occidentales definen lo humano, y este hecho ha obstaculizado el conocimiento sobre África a lo largo de la historia (Oyewumi, 1997).
Para comprender la posición actual de las sociedades africanas en el sistema-mundo moderno es necesario remontarse a los históricos (des)encuentros con Europa y Occidente. La trata esclavista, la colonización, la imposición de los Estados-nación y las posteriores injerencias neocoloniales de la mano de un capitalismo globalizado han ido posicionando a África en una clara desventaja con respecto a Europa en términos de desarrollo. La llegada de Europa al continente supuso una verdadera alteración no sólo de las estructuras sino también de las relaciones humanas. Como señala Ata Aidoo (1993), la trata esclavista transatlántica trajo consigo la fanga o cultura de la violencia, y desde entonces África no ha vuelto a conocer la paz. Con la militarización, las sociedades africanas pasaron de regirse por su tradicional principio holístico y pluralista, a someterse al principio violento y jerárquico importado desde Europa.
La idea etnocéntrica de desarrollo es considerada desde los feminismos africanos como una forma de recolonización (Ogundipe-Leslie, 1994; Ata Aidoo, 1998; Steady, 2005), que sustituye el proyecto colonial por los paradigmas neoliberales y la globalización corporativa 1 (Steady, 2005). La maquinaria desarrollista opera de manera similar al sistema colonial, en el que las metrópolis se enriquecían a costa de la esclavitud y explotación de los pueblos colonizados, bajo el pretexto de que las personas que ahí vivían eran salvajes, primitivas, no civilizadas y por tanto inferiores. Así pues, el elemento básico en la construcción de ese “otro subdesarrollado” recae sobre los cuerpos y se articula mediante la deshumanización de lo diferente. En este sentido, Oyewumi (1997; 2005) explica como las categorías de género y raza son un producto occidental y su establecimiento como ejes básicos de clasificación social proviene de la obsesión de Occidente por lo visual, por establecer la diferencia en función a las características físicas y anatómicas. Y esta importancia atribuida a los cuerpos es la base sobre la que se asienta una jerarquía colonial, racial y patriarcal, que ha pervivido hasta nuestros días y que sitúa a las mujeres africanas en el último eslabón de la cadena.
Existe una tendencia hegemónica, cuestionada entre otras por Mohanty (1991), a homogeneizar en una misma categoría a las mujeres del Tercer Mundo (Third World Women) que ha producido una imagen distorsionada de las mujeres africanas. Así hemos perfilado la idea de una mujer sumida en la pobreza, la ignorancia, el atraso, la subordinación y el desempoderamiento; una imagen que se reproduce constantemente desde los feminismos occidentales y los discursos de integración de las mujeres en el desarrollo (Ogundipe-Leslie, 1994; Nnaemeka, 1996; Steady, 2005). Por ello, los movimientos feministas africanos se definen en primer lugar contra la historia, la construcción del racismo y los imperativos culturales occidentales. Además, como indica Nnaemeka (1998), se definen contra el lenguaje propio del feminismo occidental que promueve categorías como desafiar, deconstruir, destruir frente a las ideas de negociación, colaboración y compromiso de los feminismos africanos.
Una idea en la que coinciden las diversas corrientes feministas africanas es que los sistemas de dominación impuestos desde Occidente han impactado negativamente en las relaciones entre hombres y mujeres, imponiendo esa jerarquía patriarcal en muchas sociedades africanas. En la sociedad yoruba precolonial, las ideas de hombre y mujer eran inexistentes, pues el sistema de organización social y la distribución de poderes y tareas dependían del linaje y del principio de senioridad, y no del sistema sexo-género 2 (Oyewumi, 1997). La sociedad igbo tenía un sistema de género flexible y redistributivo, basado en la yuxtaposición de patriarcado 3 y matriarcado 4 (Amadiume, 2018). Y en general, las sociedades africanas con o sin sistemas matrilineales, gozaban de una mayor inclusividad de género que las europeas (Oyewumi, 1997; Nnaemeka, 1998). Incluso actualmente, gran parte de la población kikuyu en Kenia mantiene su tradicional sistema matrilineal que otorga a las mujeres autonomía, representación, control de los medios de producción o la capacidad de decidir, entre otras (Acholonu, 1992).
La dominación histórica occidental es entonces el hilo que debe guiar el análisis de la situación actual de las mujeres africanas, dadas las transformaciones que ha introducido y reproducido en todas las dimensiones de la vida. A nivel económico, los cultivos comerciales impuestos por los colonizadores fueron asignados a los hombres, relegando a las mujeres a los cultivos de subsistencia y excluyéndolas de la fuerza de trabajo asalariada. Además, la introducción de la propiedad privada y la mercantilización de las tierras desplazó la tenencia colectiva a la individual, situando a los hombres como legítimos propietarios. Comienza así la brecha de género en el acceso a la riqueza (Oyewumi, 1997; Ata, 1998) que se ha prolongado en el tiempo y se ha ensanchado con la llegada del capitalismo y la globalización.
Por otro lado, las mujeres africanas de las sociedades precoloniales desempeñaban un importante papel en la arena política. Con la introducción del sistema europeo de los estados-nación, las mujeres fueron reemplazadas por hombres en la esfera pública y desposeídas de todo reconocimiento legal. No obstante, han permanecido activas y visibles en sus comunidades, y su relevancia se ha mantenido gracias a su capacidad de movilización e incidencia y el establecimiento de fuertes redes de base (Nnaemeka, 1996).
El poder, el reconocimiento, la representación y la participación de las mujeres en el ámbito público, como formas de empoderamiento promovidas desde el Norte Global eran y siguen siendo una realidad inserta en las culturas de muchas partes de África. A diferencia de las sociedades occidentales, las mujeres africanas gozaban del poder, respeto y autonomía que les daba la maternidad (elemento central en el imaginario africano) o el hecho de estar casadas, especialmente en matrimonios polígamos. Las mujeres como hijas y hermanas también ejercían un poder compartido dentro de la familia.
A nivel político y religioso, las mujeres adquirían poder y representación como reinas y diosas desde tiempos faraónicos (Acholonu, 1992). La imposición del Islam y el Cristianismo como religiones androcéntricas, contribuyó a borrar del imaginario las deidades femeninas propias de las religiones africanas y a imponer el poder jerárquico y la familia heteropatriarcal. Y con ello la poligamia, los matrimonios entre mujeres o entre hombres o la figura de “mujer marido” tan frecuentes en la región (Acholonu, 1992) fueron deslegitimados. Las prácticas desarrollistas han seguido reproduciendo esa idea de familia heteropatriarcal, asumiendo la subordinación de las mujeres como un hecho natural e ignorando que en las culturas africanas la categoría de familia difiere de la occidental, en la medida en que la familia es la comunidad y no una unidad doméstica y productiva (Acholonu, 1992; Nnaemeka, 1996).
Los feminismos africanos también alertan de la necesidad de reconceptualizar los presupuestos dicotómicos introducidos por Occidente. Las oposiciones binarias etnia-nación, rural-urbano, naturaleza-cultura, tradición-modernidad, público-privado que no encajan en la esencia africana, han contribuido a legitimar las desigualdades a través de la infravaloración de las primeras categorías (etnia, naturaleza, rural) frente a las segundas (nación, cultura, urbano) (Ogundipe-Leslie, 1994; Nnaemeka, 1996; 1998).
Otra de las críticas surge a raíz de la tendencia a centrar el desarrollo en las esferas económicas y políticas, dejando a un lado la cultura y las humanidades. En este sentido, el enfoque de necesidades básicas reduce a las personas africanas a sujetos productivos imponiendo unas necesidades que no se ajustan a sus realidades (Nnaemeka, 1996; Steady, 2005).Así, las ideas de comunidad, creatividad, estética, belleza, humanidad y espiritualidad como necesidades básicas de las sociedades africanas son sustituidas por otras debido a la penetración de ideas como el PIB, la pobreza, la sociedad civil y la economía del territorio (Nnaemeka, 1996). De la mano de esto viene la explotación de la naturaleza que se inscribe en el antropocentrismo que rige el conocimiento occidental y que vuelve a chocar con la ancestral conciencia medioambiental inscrita en la tradición africana.
En esta línea, Acholonu (1992) enfatiza en su teoría Motherism la cohesión esencial de la humanidad con la naturaleza, con la maternidad y la crianza, y plantea la necesidad de reconstruir las estructuras desde la cooperación con la Madre Tierra y su protección en toda actividad humana. Acholonu retoma así el principio antrópico propio de las sociedades africanas en las que no existe el individuo sino como parte de su clan o comunidad (Roca e Iniesta, 2013). Este principio holístico y plural que promueve el sentido pleno de comunidad y de integración de la vida como un todo interconectado se posiciona frente a valores capitalistas como el individualismo y el dominio de la naturaleza.
A la luz de estas afirmaciones se puede concluir que las bases de la cosmología y de las instituciones tradicionales africanas que tanto se ha empeñado Occidente en destruir, permiten la igualdad y redistribución de poderes y promueven valores de respeto, comunidad y cuidado de la Tierra, impracticables desde el sistema jerárquico neocolonial que vertebra el desarrollo. Por tanto, no es que África Subsahariana esté a la cola del desarrollo o sea tan primitiva que no alcance la democratización, sino que se ha adaptado a algunas de las múltiples imposiciones del Norte a la vez que ha mantenido sus principios, su pensamiento e instituciones. Gracias a esa capacidad y autonomía, África mantiene el poder en muchos aspectos, un poder entendido en sentido positivo y compartido. Por eso una buena parte de los asuntos se siguen negociando fuera de las instituciones democráticas de los estados (Roca e Iniesta, 2013), en esos espacios entre lo público y lo privado, ente la familia y el Estado, entre la etnia y la nación.
La permanencia de las formas de pensamiento, valores e instituciones africanas tradicionales, consideradas por Occidente como un obstáculo para el desarrollo (Nnaemeka, 1996), representan las claves para la descolonización de los cuerpos y de las mentes y la recuperación de la región.
Bibliografía
Acholonu. C. O. (1995). Motherism: an afrocentric alternative to feminism. Women and development series, 3. New York: Hitachi lecture series.
Amadiume, I. (2018). Hijas que son varones y esposos que son mujeres. Género y sexo en una sociedad africana. Barcelona: Ediciones Bellaterra.
Ata Aidoo, A. (1998). The African women today. En Nnaemeka, O. (Ed.). (1998). Sisterhood, feminism & power. From Africa to the diaspora. (p.39-51). Asmara-Trenton: Africa World Press, Inc.
Roca, A. e Iniesta, F. (2013). Raíces: ¿Por qué la historia es un concepto vital en el África del siglo XXI?. En Santamaria, Antonio y García, Jorge. (2013). Regreso al futuro. Cultura y desarrollo en África (p. 13-55). Madrid: Catarata.
Mohanty, C.T. (1991). Colonial discourses. En Mohanty. C.T, Russo. A., y Torres. L. (Eds.). (1991). Third World Women and the politics of feminism. (p. 53-80). Bloomington-Indianapolis: Indiana University Press.
Nnaemeka, O. (1996). Development, cultural forces, and women’s achievements in Africa. En Law & Policy, 18 (3-4), 251-280.
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Rist, G. (2002). El desarrollo: historia de una creencia occidental. Madrid: Catarata.
Steady, F.C. (2005). An Investigative Framework for Gender Research in Africa in the New Millennium En Oyewùmí, O. (Ed.). African gender studies. A reader. (p. 313-333). New York: Palgrave Macmillan.
1 Como señala Steady (2005), la globalización corporativa es el mecanismo por el que se articula el sistema de dominación económica mundial, que permite el flujo de capital transnacional y la deslocalización empresarial. Considerado como estrategia de desarrollo económico, este sistema ha traído consigo la imposición de los Programas de Ajuste Estructural, el endeudamiento y la privatización, generando la destrucción de las economías, la pobreza, la erosión de los ecosistemas y una importante crisis socio-cultural en África. La autora subraya la correlación entre la globalización corporativa, el racismo estructural y el género pues ésta se impone desde el prisma Norte-Sur y emplea a las mujeres racializadas como mano de obra barata y desprotegida o como objetos de tráfico y turismo sexual.
2 Desde las teorías feministas occidentales, la categoría género hace referencia a una construcción social basada en la diferencia sexual de los cuerpos, que produce conceptos, significados e instituciones y define las relaciones sociales y de poder entre hombres y mujeres. El sistema sexo-género es un orden social de relaciones jerárquicas que asigna valores, roles, actividades y posiciones sociales diferenciadas a mujeres y hombres, y se articula mediante la división sexual del trabajo y la heterosexualidad obligatoria. Oyewumi (1997) critica la tendencia hegemónica a concebir el género y la jerarquía sexual como presupuestos universales y atemporales.
3 El patriarcado (del griego patriarchês, que significa “gobierno de los padres”) es un sistema jerárquico de organización social regido por los hombres, que ostentan el poder y la autoridad sobre las mujeres y la sociedad, a través de la institución del matrimonio, la familia y de las relaciones de explotación. Como señala Amadiume (2018) el carácter opresor del patriarcado a nivel estructural e ideológico no permite el progreso de las sociedades.
4 Tal y como propone Amadiume (2018), el matriarcado no es la oposición al patriarcado, sino una estructura alternativa, propia de sociedades matrilineales y matrifocales, que parte de la cosmovisión africana del colectivismo, la inclusividad y el amor, y promueve la construcción de equilibrios sociales entre los géneros desde el enfoque de la diferencia y no desde la igualdad.