El fundamentalismo religioso y el aborto en Centroamérica. El caso de El Salvador.
Alexandra Plumed Dávila
Escuela de Gobierno, Universidad Complutense de Madrid
Una tendencia que se está haciendo cada vez más preocupante a nivel mundial, es el alarmante auge del fundamentalismo religioso como reacción a los avances conseguidos por el feminismo en las últimas décadas.
Si bien el fundamentalismo religioso opera como un concepto “paraguas” que cobija una amplia gama de expresiones religiosas, en América Latina, según Morán y Peñas (2012), el concepto se utiliza normalmente para referirse a “sectores religiosos vinculados con la jerarquía de la Iglesia Católica, así como algunas iglesias evangélicas conservadoras” (p.11). Uno de los rasgos más distintivos de estos fundamentalismos es la manipulación autoritaria y el uso de interpretaciones extremas de la religión, construyendo su identidad confesional a través de la interpretación literal, ahistórica y acrítica del texto sagrado (Vía, 2018).
Los discursos anti-derechos son de especial virulencia cuando se debate sobre el cuerpo, la sexualidad y la reproducción de las mujeres. Es precisamente sobre este terreno donde queda manifiesta la influencia directa que ejerce la religión sobre lo político, incluso en aquellos estados en cuya constitución rige el principio de laicidad, poniendo en riesgo de esta manera el mismo sistema democrático.
Resulta importante entender cómo las alianzas estratégicas entre el fundamentalismo religioso y los actores políticos neoconservadores han sido clave para propagar una ola regresiva de derechos, que ha polarizado aún más un debate ya de por sí controvertido, como son los derechos sexuales y reproductivos (DSR) de las mujeres. Un claro ejemplo de ello lo podemos encontrar en la región centroamericana, dónde la injerencia de la religión en la esfera pública ha conseguido restringir aún más las políticas del aborto. A nivel mundial, las leyes de 24 países no permiten el aborto incluso cuando la vida de la mujer se encuentra en riesgo, y tres de ellos se encuentran en Centroamérica (Center for Reproductive Rights, 2019).
En Nicaragua, Honduras y el Salvador, el aborto está contemplado como un delito en el código penal y, en este último, las mujeres pueden llegar a ser condenadas a más de 30 años de prisión por un aborto espontáneo[1]. Muchas veces es el mismo personal médico el que denuncia a las mujeres que acuden al hospital en busca de asistencia urgente por complicaciones durante el embarazo.
El Código Penal de Nicaragua contempló durante más de 100 años el aborto terapéutico (por razones médicas) con el consentimiento del conyugue o pariente más cercano de la mujer y la intervención de tres facultativos. Sin embargo, la ley quedó derogada en 2006, iniciándose así la penalización total del aborto. Efectivamente, durante la campaña electoral de 2006, los partidos políticos, incluyendo el Frente Sandinista de Liberación Nacional, se comprometieron con las agendas pro vida de grupos fundamentalistas. (Managuafuriosa, 2019).
En Honduras, se derogaron en 2017 los artículos aprobados por el Parlamento que despenalizaban el aborto por razones terapéuticas, eugenésicas y jurídicas. (Lamas, 2007). Anteriormente, tras el golpe de Estado de 2009, se eliminó la educación sexual en las escuelas y se prohibió la anticoncepción de emergencia. (Fernández, 2017).
El caso de El Salvador
En 1974 existía una legislación en el país que permitía a las mujeres abortar en los siguientes supuestos (Cristiani, 2018):
El aborto culposo (producido por un accidente) y el aborto tentado (un intento de aborto que no es exitoso) cuando eran cometidos por la embarazada; el aborto terapéutico (realizado para salvar la vida de la embarazada); el aborto criminológico (realizado cuando el embarazo es producto de violación o estupro), y el aborto eugenésico (cuando el feto tiene graves malformaciones –actualmente se refiere a casos en los que no sobrevivirá fuera del útero–).
Sin embargo, la negociación de los tratados de Paz en 1992 supuso un momento clave para la agenda del aborto en El Salvador. Fue entonces cuando la coalición de fuerzas conservadoras como la Democracia Cristiana, la ONG católica Sí a la Vida y el partido conservador Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) abonaron el camino para conseguir derogar el Código del 74. La ofensiva dirigida por el Obispo Sáenz Lacalle, representante del Opus Dei en El Salvador, y apoyada por el entramado conservador anti-derechos, consiguió que en 1997 se aprobara la reforma del Código Penal que penalizaría el aborto en todas las situaciones (Peñas, 2018). Esta nueva ley entró en vigor en 1998, y, un año después, una reforma constitucional ordenó proteger la vida humana desde el momento de la concepción (AFP, 2017).
Desde entonces, el aborto está totalmente penalizado en El Salvador. Se considera delito de aborto toda interrupción del embarazo y aunque el Código Penal contemple penas de hasta 12 años de prisión (artículo 135), en muchas ocasiones se trata como homicidio agravado, con una pena de prisión de 30 a 50 años, la más alta del Código Penal salvadoreño (artículo 129).
Durante muchas décadas, las organizaciones feministas salvadoreñas como el Instituto de Estudios de la Mujer, la Organización de Mujeres Salvadoreñas por la Paz (ORMUSA), la Asociación de Mujeres por la Dignidad y la Vida (las Dignas), o el Movimiento de Mujeres “Mélida Anaya Montes” (las Mélidas), entre muchas otras, han encabezado la lucha por la defensa de los derechos de las mujeres, de las personas LGTBI, y de los derechos sexuales y derechos reproductivos. (Romero y Cáceres, 2019).
En octubre de 2016, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) presentó una iniciativa para despenalizar el aborto cuando corra en riesgo la vida de una mujer, cuando el embarazo sea producto de una violación o sea inviable la vida extrauterina. No obstante, esta propuesta continúa parada en la Comisión de Legislación y Puntos Constitucionales de la Asamblea (Escobar, 2018).
Cuando el actual presidente de El Salvador, Nayib Bukele, era aún candidato presidencial, provocó esperanza entre las organizaciones feministas salvadoreñas al declarar que el aborto solo debería aplicarse cuando hay riesgo de la vida de la madre. Sin embargo, un año después de su toma de posesión, se ha hecho patente la falta de compromiso con la agenda feminista: el presupuesto para programas para la igualdad de género se ha visto reducido de manera considerable y se ha eliminado la Secretaría de Inclusión Social (Moreno, 2020).
En la misma línea, cada vez se hace más evidente el acercamiento del presidente con el fundamentalismo religioso, dejándose ver con líderes espirituales evangelistas en varias ocasiones, y recurriendo a un lenguaje religioso de manera cada vez más habitual (Nóchez, 2019). Como bien dice Morena Herrera, líder feminista salvadoreña y representante de la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del aborto, “la violación constante a los principios del Estado laico reproduce comportamientos que pueden convertirse en violaciones de derechos humanos” (Herrera, 2020). Por suerte, las feministas seguirán defendiendo sus derechos y luchando por un mundo en el que ninguna mujer muera ni se la criminalice por sufrir un aborto.
[1] El caso de Evelyn Hernández (AFP, 2017)
Bibliografía
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